MADUREZ POLÍTICA
La madurez, como logro individual, es un valor positivo aceptado universalmente; se siente como casi un sinónimo de aplomo, seguridad de objetivos y acciones, en suma: el mejor conocimiento de la realidad. La madurez política puede considerarse patrimonio de un individuo pero, normalmente, su presencia (o no) queda referida a un conjunto mayor: una comunidad, un país.

¿Qué características harán que pueda atribuirse madurez política a una comunidad na-cional? Habría que detenerse primero en definir que estamos entendiendo por política, vocablo pasible de varias interpretaciones. Definámosla: Una actividad del hombre por la cual el defiende su cosmovisión: que mundo o que entorno desea para sí (un entorno que, por defini-ción, no puede depender de su sola acción). En esa actividad entonces habrá de confluir con muchos otros que compartan, en medida importante, los mismos deseos, objetivos y metodo-logías para lograrlos que aquellos que el defiende.

Podría concluirse entonces que madurez política de una comunidad es un estado que muestra la mejor conciencia de la realidad (madurez) y una absoluta coherencia de sus inte-grantes en la defensa de sus intereses (política).Cuanto más maduro políticamente un país más conocimiento general de cuales son los intereses del propio país, primero, ─ nadie se realiza en un país que no se realiza ─ y luego, más conocimiento de cada grupo de cuales son sus reales intereses sectoriales y las formas y reglas de juego a imponer para obtener la mayor parti-cipación posible en la realización conjunta.

La defensa a ultranza de los intereses propios sin considerar el conjunto mayor, no es hacer política ─ al menos no en su mejor acepción ─ porque puede ofrecer triunfos pero no seguridad y permanencia. En algún momento los postergados pueden romper el equilibrio inestable y siempre han de obligar a mantener muchas intranquilidades que se alejan de la madura calma.

Un país políticamente maduro es el que muestra una mayor cantidad y calidad de las llamadas “políticas de estado” que no son más que la defensa conjunta de los intereses genera-les que, por tales, involucran a todos. Se “pelean” participaciones, matices, metodologías, nunca los aspectos fundacionales que ya no se discuten y constituyen la base de toda acción.

Viendo el mundo aparecen los ejemplos de todo tipo y en cualquiera de ellos puede ob-servarse una constante: a mayor madurez mayor estabilidad, mayor seguridad de permanencia de ciertas reglas básicas de convivencia, sean cuales sean. Mayor aceptación por parte de los integrantes de la comunidad de un cierto estado de cosas. A mayor madurez así entendida también menor participación en la actividad política específica porque, verdad o no, los repre-sentados se sienten realmente tales a través de los profesionales de la representación.

Si podemos aceptar lo dicho podemos aventurarnos a indagar un poco: ¿somos un país maduro políticamente? En principio y desde que se consolidara la llamada “organización na-cional” nos convertimos en una República ─ toda una definición política ─ O sea, elegimos como pueblo la democracia representativa, la división de poderes, el régimen federal de go-bierno. ¿En que medida nuestra historia confirmó esa elección? Entendemos que no hace falta extendernos sobre la divergencia entre aquellos postulados formales y la realidad de nuestro acontecer histórico.

Veamos el proceso un poco más de cerca. Dejemos un poco la Argentina para hablar de los movimientos políticos: ¿a luz de la historia de los mismos, podemos hablar  de madurez política? (Entendiendo por tal aquello de “una absoluta coherencia de sus integrantes en la defensa de sus intereses”). Acá nos parece que ha habido ejemplos de actitudes coherentes de ciertas minorías y, en dos casos, el de algunas mayorías, siempre para la consecución de logros parciales, cuan importantes pudieran ser. La llamada “generación del 80” manejó el poder para asegurarse la construcción de un país que atendiera especialmente sus intereses y su cosmovisión. El radicalismo triunfó alcanzando el objetivo de las libertades cívicas, el pero-nismo lo hizo alcanzando una más justa distribución de las riquezas. Ninguno de los tres llegó al equilibrio de la convivencia madura.

La urbanización, educación y el hecho fundamental de la buena alimentación fueron ge-nerando un pueblo lo suficientemente integrado políticamente como para seguir permitiendo a la minoría poderosa dictar las reglas de juego, al menos no “democráticamente”. La falta de contenidos ideológicos superadores ─ luego del solo ejercicio de las libertades cívicas ─ ato-mizó al primer movimiento nacional mayoritario impidiendo la confirmación del proyecto nacional. La coherencia del peronismo, a pesar de su originaria diversidad, dependió mucho más de la existencia de un líder sintetizador que de haber llegado a construir un proyecto na-cional estable. Se puede anatemizar, con razones evidentes, al golpe militar que terminó con el intento, (como todos los posteriores), pero quedarnos con esa sola respuesta implica no aceptar que hubo un pueblo que no supo defenderse y/o apoyó el quiebre institucional. (Con las bayonetas se puede hacer cualquier cosa menos sentarse en ellas).

Siempre aceptando la hipótesis planteada se nos abre una mirada aún más cercana: mi-remos a los argentinos, a todos ellos quienes, finalmente, son sujetos de esa historia. ¿Somos un pueblo políticamente maduro? ¿Hemos construido la base que atienda al desarrollo del conjunto? ¿Las grandes mayorías han conjugado su poder para la construcción de un país que atienda sus intereses reales?

Si separamos a aquellos sectores minoritarios del país con intereses reales, concretos y específicos que expliquen su defensa de un país dependiente, (integrado al mundo en el rol de proveedores mundiales de materias primas, con una gran concentración del poder económico en los sectores exportadores de esa producción y que acota el desarrollo industrial a los bienes de consumo masivo que no se importan y, mayoritariamente, los deja en manos del capital transnacional); si hacemos lo propio con aquellos que, indirectamente, pueden asociarse con los primeros, lo que nos queda ¿no es la absoluta mayoría? Sin acudir a las estadísticas no tenemos más que recordar los niveles de desempleo de la población que causara la ola neoliberal, agregar a esos porcentajes el de los subempleados, los obreros remanentes, los peones, los empleados públicos y privados, los pequeños comerciantes y otros sectores de servicios para responder afirmativamente la pregunta.

En una república donde “gobierna el pueblo a través de sus representantes” ¿puede darse ese proceso de progresiva concentración de la riqueza, paralela a la progresiva pauperización de las grandes mayorías? Sin detenernos en el “proceso de reorganización nacional” y menos aún más atrás, focalicemos nuestra atención en la historia democrática posterior, especialmente Alfonsín,  Menem y De la Rúa (recordemos que Kirchner llegó al poder con el 22% de los votos). El radicalismo y la alianza tuvieron que equivocarse mucho antes de sentir la presión del pueblo y de su propia incapacidad de respuesta para entrar en retirada. Menem fue reelecto en su oportunidad, primera minoría ya en la caída y todavía no ha sido condenado, como lo sería en muchos países del mundo por mucho menos de lo que hizo. (O fusilado por la espalda, como infame traidor a la patria, como lo sería en otros).

No es serio hoy discutir sobre si las políticas llevadas a cabo por esos gobiernos de-mocráticamente elegidos fueron buenas o malas. La realidad nos exime de juicios subjetivos. Y no estamos hablando de añejos procesos históricos, la mayoría de la población ha vivido todos o algunos de ellos. ¿Cómo fue posible que ello sucediera? ¿Como fue posible que los representantes del pueblo atentaran así contra sus representados?

Si obviamos las diferencias folklóricas y emocionales y acudimos a la mancomunión de intereses reales, a la real similitud y homogeneidad de valores profundos que conjuga la gran mayoría de los argentinos se hace muy difícil aceptar esa historia. Casi nos atrevemos a decir que la única explicación, mejor dicho, la única constatación, es que parecemos estar muy lejos  de la madurez política.

Nadie parece discutir específicamente si la política actual busca cambios acertados. Si lo que se ha logrado hacer nos acerca o nos aleja de un mejor país para todos. Nadie parece ocu-parse de crear y ofrecer alternativas; de fundamentar y discutir políticas. Los ataques perma-nentes de algunos sectores se centran más en las características personales y/o metodológicas de quienes ocupan los roles centrales del gobierno que en los efectos finales de sus políticas. Otros, de diferente signo ideológico, se agotan en la crítica de lo que se deja sin hacer, sin considerar que un apoyo crítico y propositivo ha de ayudar a que se pueda hacer más. Parecen no reparar ambos que esa actitud obliga a aquellos dirigentes a tener que apoyarse o “mante-ner” sectores que ayer apoyaron la orgía liberal y que mañana apoyarán cualquier otra cosa que les permita medrar. Parecen no reparar que aquella minoría poderosa de siempre sigue conservando ese poder, vehiculizándolo ahora que el poder militar ha retrocedido, en los ma-sivos hacedores de opinión.

Se ocupa alguien de explicar a los vastos sectores urbanos terciarios (a quienes llamamos clase media), principalmente a aquellos que salieron a atacar las retenciones, herramienta de política económica que, cuan insuficiente y fiscalista pueda ser, es la única contención a nuestra sempiterna inflación, algo que los arrojaría crecientemente a la pobreza. Se ocupa alguien de hacerles ver, con números y razonamientos exentos de pasiones políticas, que su suerte depende del afianzamiento y desarrollo del mercado interno, comercio, industria, em-pleo. Alguien les puede hacer ver, clara, paciente y didácticamente, que ese desarrollo del mercado interno es efecto de una mejor distribución de la riqueza. Que la concentración económica no da empleo ni recursos sino a quienes la concentran, máxime si no la gastan o invierten en el país.

Quien hoy quiera ver puede fijarse en lo que está pasando en los países “centrales”, tan admirados siempre. Las medidas que en ellos se propugnan, las soluciones que se ofrecen, mucho se parecen a las que el denostado “populismo” argentino supo emplear para encontrar una hoy añorada prosperidad y a otras que, en los últimos años, permitieron comenzar a le-vantarse al país de la mas severa de sus crisis.

Si se pudiera abandonar una forma de hacer política que se parece más al ejercicio de la pasión futbolera que a una digna actividad para el cambio, el crecimiento  y la justicia; si pu-diéramos tomar conciencia de nuestros intereses reales y obrar en consecuencia, podríamos llegar a que las diferencias no impidieran las “políticas de estado”; a que pudiéramos juzgar a los dirigentes por los resultados de sus acciones no por sus encendidas arengas, a participar más que solo esperar “que venga alguien a hacer las cosas bien”. Finalmente, a tener la madu-rez política que, por todo lo sufrido, merecemos ganar.