Opinión

170226 Unidad

La consigna de unir a los argentinos tiene una larga historia en la política argentina. La usó el nacionalismo popular en apoyo de un proyecto soberanista e inclusivo. La usaron todos los golpes de estado como sostén retórico de la proscripción y la persecución de fuerzas a las que se calificaba de foráneas y antinacionales, conformadas, claro está, por luchadores sociales y políticos que resistían la orientación política de los usurpadores.

Por Edgardo Mocca

El extremo de la utilización política de la apelación a la unidad lo constituye el recurso de la última dictadura cívico-militar del llamado a los argentinos a enfrentar la campaña internacional “antiargentina” que consistía, como se sabe, en las denuncias de la masacre genocida que recorrían el mundo.

Tiene algún valor la idea de unidad nacional? Después de la derrota militar en Malvinas, se fue construyendo una suerte de consenso intelectual crítico a la fórmula, en obvia sintonía con los vientos neoliberales que empezaban a recorrer el mundo. La fallida e irresponsable operación militar en las islas sirvió de soporte a la idea de que toda apelación a la unidad nacional traía escondido en su interior el doble fantasma de las unanimidades autoritarias y de las aventuras chovinistas. La única patria son, se decía y se dice, la constitución y las leyes. Con el triunfo de la reestructuración neoliberal operada en los noventa por el menemismo y trágicamente completada por la “primera Alianza”, la sola mención a la idea de patria o a la de soberanía despertaba conjuros descalificadores: el patriotismo era una expresión de incomprensión del nuevo mundo que había terminado de nacer con la caída del muro de Berlín y la implosión de la Unión Soviética. Lo nacional no había sido más que una etapa de la historia de la humanidad que rápidamente estaba extinguiéndose bajo el peso de una globalización a la que, sin ningún reparo, se entendía como un gigantesco paso de progreso humano. El entusiasmo insolvente de cierta academia llegó a argumentar la necesidad imperiosa de un “gobierno mundial”.

Después vinieron tiempos de crisis. De una crisis nacional de inédita profundidad y de catastróficas consecuencias sociales, culturales y políticas, que a la vez era un capítulo de la larga crisis de la globalización capitalista, que en los últimos meses se ha agudizado y proyectado a la esfera política, al modo político de ejercicio de la dominación. Así lo testimonian el triunfo de Trump y el Brexit británico, así lo insinúan los negros presagios sobre la estabilidad del sistema político que acompañó y sostuvo la transformación neoliberal en Europa. En el país y la región, la crisis fue seguida por un profundo estremecimiento político, en cuyo interior reaparecieron actualizadas y ampliadas las viejas demandas de independencia, soberanía e integración regional. El establishment local y global se declaró rápidamente en pie de guerra contra este retorno de lo nacional y construyó una amalgama entre el nacionalismo popular de los nuevos gobiernos y el supuesto designio autoritario en cuyo sostén se activaba nuevamente la retórica soberanista. Curiosamente la cuestión de la unidad nacional ha vuelto a ser el centro de una controversia. Desde la campaña electoral y después de su asunción, Macri ha puesto la cuestión en el centro de su discurso: unir a los argentinos es una de las tareas que se ha autoimpuesto. ¿Qué significado real tiene esta nueva apelación a la unidad? Es claro que la idea de unir a los argentinos en el contexto de una política de concentración de la riqueza, apertura de la economía y alineación plena con los grandes centros mundiales de poder económico, financiero y político, no puede significar otra cosa que la tarea de construir un consenso político que le dé consistencia al nuevo ciclo neoliberal. Como las unidades y los consensos nunca son absolutos (ni siquiera en los más autoritarios de los regímenes que conoce la historia) se puede interpretar el objetivo como la recuperación de los niveles de apoyo que el proyecto alcanzó durante la década de los noventa y su capacidad para invisibilizar y neutralizar las resistencias a su ejecución. Todo lo que se hace en términos de operaciones mediático-judicial-serviciales para estigmatizar líderes y pertenencias políticas colectivas es, ni más ni menos, que el soporte práctico de esta curiosa “unidad nacional”.

¿Vale la pena disputar el significado de la unidad nacional desde una perspectiva antagónica con el curso asumido por el actual gobierno? Se puede entrar en el tema con la escena dramática de cierres de empresa que se viene desarrollando en los últimos meses y se agudiza en estos días. El telón de fondo sobre el que se recorta el drama es la reaparición del discurso contra la producción nacional, aquel que inspiró el tristemente célebre spot de propaganda videlista, en el que se mostraba a un hombre caerse al suelo por intentar sentarse en una silla de fabricación argentina. Vuelve toda la retahíla: la importación baja los precios, mejora la calidad de los productos que consumimos; los empresarios de empresas “inviables” tienen que “transformarse”, “readaptarse”; el estado no tiene por qué hacerse cargo de la improductividad de los empresarios…Por eso ahora estaríamos en una “transición” que terminará cuando la industria argentina haya alcanzado grados de “productividad” y “competitividad” que lógicamente exigirán progresivos ajustes regresivos, caída del salario, mayor desocupación y así de seguido; así, parece, llegaremos a ser como Australia. Un hermoso proyecto de futuro que se quiere alcanzar (¡una vez más!) sobre la base de la miseria popular y el desmantelamiento del aparato productivo nacional. A este ejemplo se podrían sumar otros, en realidad casi toda la política que aplica la Alianza Cambiemos; el endeudamiento, el vaciamiento del Estado, el avance estatal-familiar contra la aerolínea de bandera, la reducción de la política científico-técnica y así de seguido. La idea de unidad nacional en una coyuntura como ésta tiene un lugar central en la discusión de ideas. El debilitamiento nacional es evidentemente inseparable del empobrecimiento de la sociedad argentina.

La unidad nacional no es, vista desde esta perspectiva, una cuestión abstracta. Es un asunto político-programático de primer orden. Significa lo contrario del sectarismo, del cálculo electoral personal o de grupo, de la esperanza particularista y corporativa de salvarse solos en medio de la decadencia nacional. La unidad nacional es multisectorial, policlasista e ideológicamente amplísima: solamente excluye en principio al puñado, progresivamente más pequeño, de beneficiarios del despojo. Obviamente los que se quedan con las licitaciones, con las concesiones de telefónía celular, las rutas aéreas, las condonaciones de deuda, los favores financieros, las superganancias rentísticas, es decir con todo, no tienen interés en ninguna unidad nacional que no signifique el resignado consenso a la política en curso. Entonces la unidad nacional es el nombre de un acto de creación política, de hacer nacer algo que no existe. Algo, además, que ha sido erosionado fuertemente por algo que más que una ofensiva política merece llamarse una guerra psicológica a la que asistimos sin solución de continuidad en los últimos años. La llamada grieta es el resultado de una fuerte ofensiva antinacional ejecutada por los aparatos de formación autoritaria de opinión social, piadosamente designados con el nombre de medios de comunicación masiva concentrados. Y es un operativo con el que involuntariamente colaboran (colaboramos) quienes por momento prefieren refugiarse en las propias verdades, cultivarse como sectas elegidas y despegarse de las impurezas que todo proceso de unidad, de reunificación, arrastra.

Marzo se insinúa como un mes crucial para enderezar la proa hacia la unidad nacional. Estarán la cuestión social, la cuestión obrera y la cuestión de género. Se juntarán, en todos los casos, multitudes integradas por un vastísimo arco social: docentes, trabajadores industriales y de servicios, desempleados, habitantes de barrios cadenciados, productores, pequeños, medianos (y no tan medianos) empresarios, profesionales y científicos, estudiantes universitarios, hombres y mujeres que ven la violencia y la discriminación de género como una amenaza central a la vida en común. Las acciones de protesta y las concentraciones no pueden ser pensadas como fragmentos dispersos sino como torrentes que hay que hacer converger para poner fin al atropello y la arbitrariedad. Y de alguna manera ya han empezado a converger. No, claro está, como una fórmula electoral para octubre, sino como un sistema de demandas que se va haciendo lugar en la política argentina. Una profundidad y una energía de lucha que ya ha permeado a todos los campamentos políticos. Decidió a los indecisos, hizo moverse a los que querían quedarse quietos, hizo regresar a otros de la luna de miel de Davos y hasta ruborizó a algunas figuras conspicuas de la Alianza, que dicen empezar a advertir un exceso de “errores” en la política del gobierno.

La movilización multisectorial va diseñando un programa político. Una plataforma de defensa del empleo y la producción nacional, de reactivación de la demanda sobre la base del mejoramiento efectivo de los salarios, de recuperación de la inversión en el desarrollo social, educacional y científico-técnico, de freno del drenaje de recursos producido por el irresponsable endeudamiento contraído en pocos meses de gobierno, de soberanía en nuestras relaciones internacionales, de recuperación plena del estado de derecho, oscurecido por la ilegal detención de Milagro Sala y de cese de las operaciones de persecución político-judicial. Si este programa se fortalece y se amplían sus bases, todo lo que habrá que hacer en los próximos meses es darle una forma política a esa unidad nacional y asegurar que las candidaturas comunes en octubre den las mayores garantías de su plena representación.

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