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NOCTURNIDAD
Se está debatiendo en el ámbito de las comisiones del HCD el tema de la nocturnidad.

El problema es complejo porque su aborde debe considerar una serie de aspectos, intereses, usos sociales y opiniones atendibles que no siempre se concilian. En una reunión reciente se analizó solidamente un aspecto no menor: la disyuntiva entre lo que se hace y lo que, consensuadamente, se debería hacer.
 
Los Concejales, hombres y mujeres comunes con responsabilidades especiales y muchos con hijos adolescentes, coincidieron en la intranquilidad que muchos de los actuales usos y costumbres, respecto de la nocturnidad, les están causando y que, sentido común incluido, es una intranquilidad que comparten gran parte de los adultos.

Abstracción hecha de las posiciones que puedan esgrimir los distintos sectores involucrados: vecinos, empresarios, autoridades, padres, etc. no creemos posible negar que todos los integrantes de la comunidad con edad suficiente acuerdan en señalar la involución de costumbres: las cosas están peor de lo que fueran en otros tiempos y en un proceso cuyo signo negativo no parece decrecer.

Y este es el tema: ¿Qué responsabilidad les cabe a los adultos en ese reconocido estado de cosas? ¿Qué responsabilidad mayor les puede caber a quienes, además, tienen a su cargo legislar sobre aspectos comunitarios? A la luz de la historia ya conocida y reconocida se pueden adelantar algunas hipótesis. El “mercado” omnisapiente y autorregulador del neoliberalismo significó en este tema, como en los demás, la ausencia del estado como guía y contención, como encargado de encauzar desvíos. Podemos culpar a la historia olvidándonos que la historia la construyen, por acción u omisión, las personas. O podemos concluir ahora, a la luz de las notorias y desagradables consecuencias, que no es el libre juego de los intereses económicos el mejor regulador de muchos usos y costumbres sociales.

Cuando se respetaba el descanso de los trabajadores por sobre una presunta comodidad de los usuarios o el interés de los comerciantes, no se trabajaba los domingos y se respetaban horarios apropiados. Cuando la nocturnidad era una actividad que no podía ni debía invadir la tranquilidad de los vecinos normales, que trabajaban de día y descansaban de noche, las costumbres juveniles se adecuaban automáticamente a lo que eran valores aceptados por toda la comunidad. No importa como empezó el deterioro, sí interesa reparar en como no se tomó cartas en el asunto para que este proceder se detuviera.

La famosa inseguridad no preexistió al cambio de costumbres, nos atreveríamos a decir que su progresivo auge fue posterior. Cuando los horarios antes patrimonio de ladrones y otros malvivientes se convirtieron en los horarios normales para todos los jóvenes no creemos que se haya facilitado a las fuerzas del orden distinguir entre unos y otros. De hecho muchos son los testimonios de cómo la confusión ha traído más de un desagradable episodio.

Ser joven hoy es, en principio, ser sospechoso, si a ello añadimos la pobreza y la marginalidad, agravamos el supuesto y si lo completamos con la vileza, irresponsabilidad e impunidad de los adultos proveedores de alcohol y drogas tenemos el combo. Y los sectores “bien pensantes” victimizándose progresivamente, sintiéndose inocentes de toda inocencia ante la fatalidad de un destino no querido.

La culpa siempre la tienen los otros. La macana que ahora son nuestros hijos… aunque no. No nuestros hijos… los hijos de otros… de esos que ni saben en que andan sus hijos. La culpa siempre la tienen los otros. A lo largo de la historia siempre ha sido así y se puede hacer una larga lista de culpables. Algunos fueron exterminados, otros aniquilados… lo que ocurre es que cambian, aparecen nuevos.

Faltan policías, a veces sobran policías corruptos. Falta mano dura. Entran por una puerta y salen por la otra. Se debe bajar la edad de inimputabilidad. Quizás debamos seguirla bajando luego… habrá que hacerlo. Importa el orden y la tranquilidad de la gente de bien. La culpa siempre la tienen los otros… hay que aniquilar a los otros para que solo quedemos los inocentes.

No sé porque recuerdo una anécdota de María Antonieta, la reina de Francia que perdió su cabeza en manos de los burgueses revolucionarios de 1789. Una plebe hambrienta gritaba su miseria a las puertas de palacio. La joven reina preguntó:
─ ¿Que le pasa a esa gente… porque están gritando?
El sirviente se atrevió a responderle en un hilo de voz:
─ No tienen pan, Su Majestad…
─ Pero…(respondió la joven con un gesto casi despreciativo)… que coman tortas si no tienen pan.
Vivía en la corte, sin contacto alguno con la realidad, podemos entender su tiempo, su estatus, su desconocimiento.
¿Todos nosotros… en que corte vivimos?